sábado, 9 de noviembre de 2013



La noche acaricia, es el guiño nocturno que nos seduce. La lámpara divaga y tiembla, anda sin sueño, descalza. Atraviesa el frío la ventana, aunque la habitación no deja de ser cálida, tu sonrisa se hace horizonte y lejanía. Extrañan los pasos; el sonido y el ruido, extrañan tu canto. El segundero extraña las manecillas, el polvo que se levanta es de melancolía. Ya sólo existe un cuarto de sueños despiertos y habitables, una sonrisa contenida, un cuerpo delirante.

Abres la puerta y el vacío es absorbente, como una espiral, como una caída. Te abraza y crees que te destruirá, forcejeas con él y cierras la puerta rápidamente. Te mantienes a salvo encerrado, prisionero de tus miedos, del recuerdo de tus mentiras y te ahogas porque sabes que resistirás, ahí para siempre, que nada te hará moverte. Estás solo, aunque te hayas creado ilusiones. Me como la llave y la guardo eternamente, el Minotauro no duerme, teme y no dormirá nunca más. Quizá el olvido lo liberé, pero éso sólo es una condicionante, lo recordará el presente y éso será suficiente.

Un día el olvido volvió a la noche, lo hizo silencioso, un poco; poco a poco. Sigiloso como los siglos, rápido como un parpadeo, guiñó un pensamiento y desembarcó ideas. Nadie las invocó antes: eras pequeñas, de muchos colores, inocentes, juguetonas, muy conscientes, pero se pisaban al hablar. Nadaban en el vacío de ciertos días, con salvavidas todo el tiempo. El día tiradas en la arena, dentro del reloj de arena.



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